Comunicar las experiencias

Constituye un lugar común pensar que aquellas personas que no pueden compartir los hechos traumáticos tienen mayor dificultad para superarlos. Compartir permite:

  • Una función de desahogo para elaborar la experiencia a medida que le ponemos palabras.
  • Dar coherencia y sentido interno a la experiencia.
  • Tener, en ocasiones, un reconocimiento social del sufrimiento y los intentos por superarlo.
  • Encontrar con los demás otras experiencias y modos de salir adelante potencialmente útiles.

Pero compartir no es una necesidad universal ni tiene porque ser universalmente beneficioso. Puede ser que la persona desarrolle otras estrategias para asimilar la experiencia. Por ejemplo, de una manera sana y consciente, decidir que ya que no se puede hacer nada, es mejor no pensar en ello y simplemente seguir adelante. Puede ser, entonces, que obligar a la persona a contar algo que ella no necesita contar no sirva más que para volver a experimentar las sensaciones negativas que la invadieron durante el suceso. A veces por darle vueltas, aparecen nuevos elementos que remueven la experiencia y la persona queda peor. Aunque suele ser bueno compartir lo sucedido con los demás, la idea de que hay que hacer hablar a la persona sobre lo sucedido no es necesariamente correcta.

Hablar es potencialmente bueno cuando es el momento adecuado en el proceso personal de asimilar los hechos. Cuando la persona siente de algún modo la necesidad de hacerlo y cuando el contexto y quienes escuchan están implicados en una tarea de ayudar a clarificar y/o resignificar lo ocurrido.

Buscando explicaciones a lo ocurrido

Por otro lado se sabe también que otro factor determinante puede ser empeñarse en buscar algún tipo de lógica a los hechos que se han vivido o se están viviendo. Darle vueltas a lo ocurrido puede hacer que suframos porque por lo general lo que ha ocurrido no tiene vuelta atrás y tampoco hay una lógica a lo que ha sucedido. Son preguntas del tipo “¿Por qué?”: (¿Por qué a él/ella?, ¿Por qué me tuvo que pasar a mí?, ¿Por qué en ese lugar?, ¿Y si hubiera sabido que...?). Esto es especialmente marcado en personas con un estilo de pensamiento con tendencia a dar vueltas una y otra vez a las cosas sin llegar a conclusiones, porque a cada pensamiento le sigue su contrario y después, vuelta otra vez con el de antes o uno parecido, y así hasta agotar a la persona sin llegar en realidad a conclusiones que le lleven a tomar decisiones o a cambiar conductas.

Gran parte de las pesadillas, imágenes recurrentes y recuerdos que vuelven una vez y otra pueden entenderse como intentos de nuestra mente por buscar una lógica e integrar los hechos en nuestra visión anterior del Mundo. La mente vuelve una y otra vez sobre la película como si le faltaran fotogramas clave que le darían la lógica que ahora no puede encontrar (y que muy probablemente simplemente no existe…)

Un buen ejemplo de estas estrategias es la necesidad de buscar culpables. El culpable podemos ser nosotros mismos, y en este caso nos hacemos preguntas del tipo: “¿Qué hubiera pasado si yo...?, ¿Qué habría pasado si...?, ¿Por qué no se me ocurrió...?”. O pueden ser otros. Es como si por el hecho de encontrar un culpable al menos no se tuviera la sensación de que el mundo es lógico y de que las cosas se pueden controlar. La idea sería que es mejor ser culpable que indefenso e impotente. Como si sintiéndose culpable la persona pudiera imaginar un final diferente de la historia, mejor y menos doloroso.

Ruptura de vínculos afectivos

Sentirnos seguros o no está relacionado con nuestros vínculos emocionales con los demás. La ruptura violenta de estos vínculos tras una pérdida o una situación extrema, puede llevar a situaciones de miedo o de sobreprotección. Podemos quizás llegar a pensar que la mejor manera de no volver a sufrir el dolor de una pérdida es no permitir que nos quieran en exceso o no arriesgarnos a querer a otros en profundidad. Establecer barreras de protección o boicotear las relaciones que parece que pueden funcionar. Puede que sintamos que no queremos estas relaciones o en otros casos, establecer relaciones que nos puedan parecer de excesiva dependencia.

En otros casos podría ocurrir lo contrario: abocarse excesivamente pronto o de manera prematura a una relación, buscando llenar espacios, y tener siempre el miedo a la pérdida y actuar sobreprotegiendo o agobiando al otro con requerimientos y pruebas de dedicación y compromiso exagerados.

Los factores sociales y comunitarios

También es importante señalar la dimensión social de las experiencias extremas cuando estas han afectado a un colectivo de personas. Esto puede ocurrir en catástrofes colectivas, pero sobretodo en situaciones de violencia política. Existen factores relacionados con la manera que tenemos de afrontar estas experiencias de manera colectiva y la manera en que nos pueden afectar.

La manera en que pueden ver los demás a los afectados es también de vital importancia. Aquí entra en juego el reconocimiento y la validación social de las víctimas y de su sufrimiento frente al rechazo, la estigmatización o la humillación de las mismas. No es lo mismo ser víctima en una sociedad que reconoce y apoya a éstas que en otra que las señala como si fueran culpables de lo que les sucedió, que las aísla o las rechaza. Las medidas de apoyo social son fundamentales en personas que han visto interrumpida su vida normal de manera abrupta. Por ejemplo en el caso de refugiados políticos las dificultades para legalizar su situación, los interrogatorios, el maltrato, el aislamiento o el desempleo posterior son factores que determinan el estado emocional de la persona más que las propias experiencias traumáticas que se hayan vivido antes del refugio.

La sensación de pertenencia a un grupo de afectados (como por ejemplo una asociación de víctimas), tiene muchos aspectos positivos, pero puede volverse problemático cuando se constituye como un núcleo definitorio de la identidad personal. En este sentido una trabajadora social que gran parte de su vida profesional trabajando en la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) en España decía, ya fuera de la Asociación: “Si ser víctima es un estado negativo, no puede ser la base donde se fundamente una personalidad ni una identidad personal. La meta de toda persona debe ser superar esta situación, personalizar su experiencia y superar el victimismo. (…) La experiencia demuestra que si las asociaciones de víctimas no tienen este objetivo de hacer superar y acompañar en superar el victimismo (…) pueden llegar a ser peligrosas para los propios afectados ya que multiplican la victimización, cierran el camino de la superación y crecimiento personal, mantienen constantemente la herida abierta, fuerzan las estructuras de participación social y, sobre todo, pueden hacer que las víctimas resulten manipuladas [políticamente][1]”.

La construcción de un sentido de grupo, de pertenencia, frente al aislamiento es generalmente bueno porque las personas perciben apoyo, esperanza, y se sienten entendidos, porque hay más espacio para la lucha común por determinados objetivos. Sin embargo, se pueden construir varios roles en torno a estas comunidades que no tienen porque asociarse a crear identidades de víctima. El sentirse con una identidad de supervivientes es una alternativa frente al estereotipo social de víctimas que tienen otros grupos.

Retomando la vida

Recuperar el control sobre la propia vida después de vivir experiencias extremas es fundamental. Todo aquello que vaya en contra de imágenes de indefensión, fragilidad y dependencia será positivo. Son fundamentales la recuperación de rutinas (como por ejemplo volver a trabajar o intentar recuperar a los amigos o las actividades que nos llenaban antes de la experiencia vívida). En general ser capaces de pensar en el futuro, pensar que en adelante las cosas saldrán bien y mantener una actitud de ver y enfrentar pequeños retos tanto a nivel personal como colectivo conduce a una mejor asimilación de las experiencias extremas.


 

[1] Pulgar M.B. Víctimas del terrorismo (1968-2004). Fundación de Víctimas del Terrorismo / Dickinson ediciones. Madrid. Pp 174-175